Eran tres cajas repletas de libros.
Libros de ciencia ficción de los setenta, ochenta y noventa.
Los autores más modernos de entre ellos Neal Stephenson y Greg Bear. Otros clásicos como Heinlein, Silverger, Ursula K Leghin, Isaac Asimov, Stanislav Lem. Muchas antologías y editoriales como Nova, Bruguera, El Alamut (en esta no me hagan mucho caso) y otras de las que no había oído hablar jamás y no recuerdo.
¿De dónde salían estos viejos lomos aún por colocar en los estantes de mi librería de segunda mano favorita? Preguntado el dueño, me dijo que provenían de los herederos de alguien que acababa de morir.
Cuando me alejaba de la librería, con cuatro títulos de los más de ochenta que contenían las cajas, me puso triste y melancólico pensar que ese era un futuro posible para mis libros.
Esparcirse como átomos dispersos en un desordenado universo donde nadie vela por ellos o los aprecia por su valor, no ya intelectual sino sentimental.
Cuando llegaba al coche, con el agradable peso de los libros en bolsas de plástico ajadas y el sabor del barraquito -indispensable para matar el frío mientras se ojean las capturas- disipándose en mis papilas, casi sin notarlo, me llegó el consuelo.
Quizá, dentro de muchos años espero, otro cargue por las calles el peso de mis libros para depositarlos con amor en sus estanterías.
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jueves, 16 de febrero de 2012
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